Época: Ilustración española
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1800

Antecedente:
Los límites de la Ilustración

(C) Carlos Martínez Shaw



Comentario

Una de las características esenciales de la Ilustración hispana fue su convicción reformista. Basta volver a considerar los estrechos vínculos entre los intelectuales y los equipos gobernantes (de los que llegaron a formar parte en más de una ocasión) o las proclamaciones antirrevolucionarias vertidas con ocasión de los acontecimientos franceses para tener la seguridad de que los ilustrados contaban con la acción política del absolutismo para llevar a cabo su programa de modernización del país. Sin embargo, Antonio Elorza ha demostrado que algunos de los intelectuales formados en el pensamiento de la Ilustración habían rebasado sus planteamientos antes del estallido de la Revolución Francesa y bajo el influjo de la literatura filosófica y política producida allende los Pirineos.
Entre los primeros fundadores de la tradición liberal española hay que mencionar a Juan Amor de Soria, que en su obra Enfermedad crónica y peligrosa de los reinos de España e Indias (1741) se muestra ferviente constitucionalista y partidario del régimen político británico, apuntando a la abolición de las Cortes como el principio de la decadencia española y de la esclavitud de los pueblos hispanos y aludiendo a Villalar como "el último suspiro de la libertad castellana".

José Agustín Ibáñez de la Renteria, miembro de la Sociedad Bascongada de Amigos del País, leyó en aquel marco, entre 1780 y 1783, cuatro Discursos que serían publicados en Madrid en 1790 y que le convierten en el auténtico introductor en España del pensamiento de Montesquieu. Su proyecto político se inspira en el modelo inglés, definido como una "república con rey", en que lo decisivo es la "constitución de gobierno", el ejercicio de la soberanía por representación (a través de una Asamblea de representantes de la Nación, expresión que revela también la influencia de la revolución norteamericana) y la libre actuación de los partidos políticos, que son inseparables de una constitución republicana.

Valentín de Foronda, también muy vinculado a la Sociedad Bascongada y al Seminario de Vergara, donde dejó constancia de su curiosidad universal y de su toma de posición contundente ante los más diversos asuntos, es autor de unas Cartas sobre materias político-económicas (1788-1789), publicadas en el Espíritu de los mejores diarios de Europa, que reflejan mejor que ninguno otro de sus escritos su adscripción liberal. Muy influido por la filosofía política de los revolucionarios norteamericanos, cuyas ideas contribuye a propagar en España, Foronda niega al Estado la legitimidad para intervenir autoritariamente en los asuntos que pertenecen a la esfera de la acción individual y particular, al tiempo que declara que las columnas fundamentales del orden político son los derechos de propiedad, libertad y seguridad frente a la acción arbitraria o despótica de los gobernantes: una propuesta totalmente contraria a los principios del sistema absolutista.

Más completo es aún el programa expuesto por el valenciano León de Arroyal, estudiante de Salamanca, frecuentador de los círculos intelectuales madrileños (en contacto con Cadalso y Estala), contador de Hacienda en La Mancha y, finalmente, uno de los nombres fundamentales en la teorización del primer liberalismo español. Sus principales obras conocidas, las Cartas político-económicas al conde de Lerena y la Oración apologética en defensa del estado floreciente de España (difundida como panfleto clandestino bajo el título más cortante de Pan y toros), componen una dura requisitoria contra el régimen absolutista, que, incluso cuando es ilustrado, no puede dejar de generar abusos, que sólo pueden ser conjurados por una constitución racional que ordene, limite y contenga el poder del soberano, y que tampoco admite una reforma gradual y progresiva, sino una ruptura radical: echar a tierra la casa vieja y construirla de nuevo. El maduro liberalismo de Arroyal se refiere tanto al buen ordenamiento económico, incompatible con la persistencia de las prácticas mercantilistas, como al buen ordenamiento político, caracterizado por la adjudicación de la potestad legislativa conjuntamente al rey y al reino y por el sometimiento del soberano a las leyes constitucionales.

Idéntico vigor en las formulaciones liberales manifiestan algunos de los principales escritos de Francisco Cabarrús, muy especialmente sus Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad, redactadas en 1792, pero no publicadas hasta 1808. En ellas, su crítica demoledora contra las instituciones básicas de la sociedad estamental sirve de argumento para proclamar a la voluntad general como único fundamento de todo poder político legítimo, aunque, del mismo modo que Arroyal dirigía sus propuestas a un ministro ilustrado, Cabarrús incita a Godoy a ponerse a la cabeza del movimiento como único modo todavía posible de evitar la revolución.

Si la teoría liberal de finales de siglo cree todavía posible el triunfo pacífico del nuevo ideario político, otros espíritus más impulsivos tratan de acelerar el ritmo histórico, induciendo procesos revolucionarios a semejanza del desatado al otro lado de la frontera. Los años noventa asisten, en efecto, a la proliferación de pasquines sediciosos, a la circulación de panfletos subversivos, a la ostentación de símbolos revolucionarios, en el marco de una corriente subterránea que aflora súbitamente a la superficie, en hechos tan insólitos como la proclamación revolucionaria realizada en el pueblecito riojano de Alesanco o el desfile llevado a cabo en la humilde localidad manchega de Brazatortas al grito de "¡Viva la Libertad!"

Al mismo tiempo, algunos intelectuales ilustrados se pasan con armas y bagajes a la Francia republicana e instalados en Bayona intentan desde el país vecino difundir propaganda revolucionaria. La personalidad más destacada del grupo de Bayona es el sevillano José Marchena, miembro de la academia poética hispalense, traductor de Moliére y de Voltaire (y también de Lucrecio), que después de contribuir a la difusión de la causa revolucionaria con una célebre proclama dirigida A la nación española y de formar un Comité Español de Salud Pública y de un Club de los Amigos de la Constitución habría de regresar a la patria de la mano de José Bonaparte. Por otro lado, el marino Miguel Rubín de Celis, caballero de la orden de Santiago, coopera a la tarea de sublevar a sus compatriotas escribiendo un Discours sur les principes d'une constitution libre, donde declara su amor a los hombres y su odio a los tiranos. Más radicales se mostrarían otros dos compañeros de Marchena, José Manuel Hevia y Miranda y, sobre todo, Vicente María Santibáñez, profesor del Seminario de Vergara, traductor de Marmontel y de Pope y autor de unas Cartas de Abelardo a Heloisa rápidamente condenadas por la Inquisición, que escribe una proclama al pueblo español, identificada tal vez con la que lleva por título Reflexiones imparciales de un español a su nación (1793), donde propone sustituir las Cortes por un cuerpo que sea el resultado de la representación nacional, y que será detenido y ejecutado en Francia.

El fermento revolucionario, introducido a través de la propaganda francesa y de la publicística liberal, cobró cuerpo en 1795 por medio de una acción concreta, la conspiración de Picornell, que toma el nombre de su principal fautor, el ilustrado mallorquín Juan Bautista Picornell, que había pertenecido al círculo salmantino (donde se habían dado cita hombres como Marchena, Arroyal o Salas) y había publicado en el Correo de los Ciegos de Madrid su obra El maestro de primeras letras. Los conjurados trataban de dar un golpe de estado apoyado por las clases populares madrileñas, que tendría como objetivo la instauración de una monarquía constitucional, según rezaba el manifiesto que había de ser entregado a la opinión pública. El fracaso de la conspiración, llamada de San Blas por la fecha de la detención de los conjurados (que fueron deportados a Venezuela), no por ello atenuó el temor gubernamental al contagio revolucionario, pero los años siguientes no fueron testigos de ningún otro intento de alterar el régimen político del país. Los intelectuales liberales siguieron su labor teórica, pero hubieron de esperar la ocasión oportuna brindada por la guerra de la Independencia para tratar de llevar a la práctica un programa que, hijo de las Luces, terminaba contradiciendo los principios que habían sustentado la Ilustración española.

El fermento revolucionario, introducido a través de la propaganda francesa y de la publicística liberal, cobró cuerpo en 1795 por medio de una acción concreta, la conspiración de Picornell, que toma el nombre de su principal fautor, el ilustrado mallorquín Juan Bautista Picornell, que había pertenecido al círculo salmantino (donde se habían dado cita hombres como Marchena, Arroyal o Salas) y había publicado en el Correo de los Ciegos de Madrid su obra El maestro de primeras letras. Los conjurados trataban de dar un golpe de estado apoyado por las clases populares madrileñas, que tendría como objetivo la instauración de una monarquía constitucional, según rezaba el manifiesto que había de ser entregado a la opinión pública. El fracaso de la conspiración, llamada de San Blas por la fecha de la detención de los conjurados (que fueron deportados a Venezuela), no por ello atenuó el temor gubernamental al contagio revolucionario, pero los años siguientes no fueron testigos de ningún otro intento de alterar el régimen político del país. Los intelectuales liberales siguieron su labor teórica, pero hubieron de esperar la ocasión oportuna brindada por la guerra de la Independencia para tratar de llevar a la práctica un programa que, hijo de las Luces, terminaba contradiciendo los principios que habían sustentado la Ilustración española.